jueves, 4 de agosto de 2016

El blues de la información

Yo debería escribir una historia en la que el protagonista tenga una cuenta en un servicio de almacenamiento en la nube, y ahí coloque todos los recuerdos valiosos de su vida. Tal vez fotos y video de gente que ya no está. Todas sus reflexiones. Todos sus blogs. 

Y luego pierde su capacidad de pago. Pierde su trabajo y todas esas cosas. Ya no puede pagar su mensualidad del servicio de almacenamiento, y le llega un correo de la compañía, avisándole que como no paga, en 30 días se borrarán todos los archivos de su cuenta que excedan una cantidad ridícula de espacio (que es el espacio gratuito). 

El protagonista ha caído tanto en desgracia, que tiene que elegir entre a) comer frugalmente o b) ahorrar un poco con la esperanza de comprar un disco duro de suficiente capacidad, y alquilar una máquina en un café Internet el tiempo suficiente, para hacer un respaldo de sus valiosos recuerdos. 

Vive en la calle. Deambula sin mucha ocupación. No sabe cómo obtener dinero en su situación.

El protagonista siente que, si no logra salvar sus recuerdos, será como si no hubiera vivido, como si su existencia no hubiera causado ni una onda en el lago.

No reúne suficiente dinero para comer lo mínimo y además poder comprar el disco duro y el tiempo de Internet que necesita. Lo más que logra es reunir dinero para una memoria USB de 32 Gb y 15 minutos de Internet en un café, hacia la última hora del último día de su plazo.

En sus 15 minutos, selecciona rápidamente lo que considera sus recuerdos más valiosos, y los manda a la USB con mucho apremio. Sabe que su selección no es la mejor posible, por las prisas. Y además, sus 15 minutos se le acaban antes de que logre transferir toda su selección. Sus recuerdos.

Sus recuerdos. Este pobre hombre empieza, poco a poco, a darse cuenta de que sus recuerdos están en su cabeza. Que sus fotos y su video no son sus recuerdos, sino una manera de acercarse a ellos. Su blog no es su memoria.

Y qué bueno que empieza a darse cuenta, porque al salir del café Internet, la memoria USB, tan preciosa, que llevaba, se sale por un agujero de su bolsillo, y cae por el agujero de una alcantarilla muy profunda, en un día de lluvia torrencial.

El hombre se sienta en la banqueta, junto a la alcantarilla. La lluvia cae sobre él. No le importa. No sabe si se siente muy triste. No sabe qué siente. Empieza a recordar todas las cosas que había guardado en su disco duro. Empieza a ver imágenes, a tener sensaciones, en su mente.

Una semana después, logra reunir dinero para 15 minutos de Internet. No es que le importe mucho ya, pero antes de caer en desgracia consultaba su correo electrónico frecuentemente, así que va y hace eso.

Y encuentra un correo de la compañía que almacena su información en la nube, diciéndole que no han borrado sus archivos, pero que los han puesto a resguardo. Que si quiere tener acceso de nuevo a ellos, tiene que pagar sus mensualidades vencidas. Que le dan seis meses para regularizarse. 

Y el hombre empieza una nueva carrera contra el tiempo.

martes, 29 de marzo de 2016

Tania y los árboles

Hace muchos años, cuando Tania era una niña de cinco o seis años, me hizo una pregunta que me dejó viendo estrellas, y no hallé modo de respondérsela. La pregunta fue:

Papá ¿en el mundo hay más árboles, o más personas?

Traté de interrogar a google de diferentes maneras, le pregunté a amigos biólogos y científicos misceláneos, y todos me decía que qué buena pregunta, pero no tenían a mano la respuesta.

Y no olvidé la pregunta, porque la apunté en mi libreta de cosas permanentes, y la compartí en algún momento por twitter.

Luego, hace 10 minutos, por pura serendipia, me encontré con el artículo de Sergio Parra en su blog Genciencia, que contiene, con sencillez, en dos párrafos, la respuesta y otras informaciones interesantes sobre árboles y personas.

Al parecer, en el mundo hay unos 200 árboles por persona. Antes se pensaba que menos.

Se lo contaré a Tania esta noche, cuando la vea.

viernes, 29 de enero de 2016

An-dresses

Las cosas eran así:

Cada vez que Andrés tomaba una decisión, el universo se dividía en dos nuevas versiones (si la decisión era sí o no) o en más, si la decisión podía tomar varias rutas distintas. En cada universo vivía un Andrés que había tomado una decisión diferente, y ningún Andrés era consciente de todo esto. 

Muchos Andreses morían. De muchas maneras. El ejemplo más claro que se me ocurre es el de cruzar la calle. El mecanismo era así: Andrés se acerca a la esquina y ve los automóviles acercarse. Decide esperar, porque parece que esa camioneta blanca viene demasiado rápido. Pero el Andrés del universo paralelo piensa que sí le da tiempo de pasar. Y desaparece tras la colisión. Queda sólo un cuerpo que antes sustentaba la conciencia. Y la legión de Andreses disminuía. Aunque luego aumentara al haber nuevas decisiones, los Andreses que iban muriendo adelgazaban lo que podríamos llamar el colectivo de la andresidad.

Algunas veces, Andreses que se habían separado por una decisión previa, volvían a juntarse, como deltas de un río que primero van por su lado y luego reúnen nuevamente sus caudales. Por ejemplo, cuando Andrés cauto esperaba a que se pusiera el semáforo en rojo antes de cruzar pero luego alcanzaba, en la siguiente cuadra a Andrés intrépido que había atravesado antes del semáforo, pero se había detenido a amarrar su agujeta (que se desamarró en la precipitación por correr). Estas reuniones y des reuniones de los Andreses a veces hacían que la andresidad colectiva se sintiera más o menos fuerte.

Pero con el tiempo, eran más y más los Andreses que morían. Cada vez era más difícil evitar decisiones que llevaran de una u otra manera a la muerte. Y la andresidad colectiva se sentía cada vez más débil. No es fácil tomar decisiones que te mantengan vivo hasta los 98 años. 

Un día, el último Andrés tomó una decisión binaria. Ambos caminos llevaban al polvo. Y al polvo volvió. 

jueves, 21 de enero de 2016

Lentes históricos

A la hora de la comida fui a la óptica donde había comprado mis lentes anteriores. Como uno de ellos se rompió, me pareció buena idea hacerme un nuevo examen de la vista y que las nuevas lentes las montaran en el armazón que tengo, pues el que me lo vendió (me sigue pareciendo caro) me dijo que era de titanio y que iba a sobrevivir "más que yo". 

Por lo pronto, el armazón sigue funcional. Así que fui al examen (después de más o menos un mes de no usar los lentes, desde que se rompieron) y me sorprendieron 3 cosas:

  • Ya no trabaja ahí el señor que me dijo que iban a sobrevivir más que yo mis lentes
  • Hace más tiempo del que yo creía que fui esa vez: 2007
  • Mi graduación no ha cambiado
Sentí que los lentes eran una ventana al tiempo. Algo del tipo: ahí están, ahí están, viendo pasar el tiempo: los lentes de Alcalá.

Luego pensé si ya irá a haber patinetas voladoras para la próxima vez que vaya yo a esa óptica...