Este era un bibliotecario que se preciaba de conocer todos los libros de su biblioteca. Cuando uno se acercaba y empezaba a balbucir un título, él, con eficiencia y suficiencia, recitaba el título completo, correcto y el autor. Y acto seguido enviaba a alguno de sus subordinados por el libro, o informaba al solicitante que las 3 copias estaban prestadas.
Y eso que su biblioteca era muy grande. Él era el director.
Pero este hombre tan culto tenía un secreto: no le gustaba leer. Jamás leía por placer ni las novelas, ni la historia, ni las matemáticas, ni la filosofía. Ni los comics del periódico, para acabar pronto.
Pero como sabía el título y el nombre del autor de más de 30,000 volúmenes, la gente lo respetaba por su conocimiento y capacidad. Rara vez tuvo que salir del paso demostrando que sabía lo que contenían los libros. Era listo y repasando la lista de títulos de un mismo autor, deducía por dónde iba la obra, así que esas pocas veces logró conservar su estatus de erudito ante la gente.
Lo cierto es que era como un mesero, que va a la fiesta pero no se divierte, sino que presenta canapés y vino. Un estudioso del zen tal vez diría que era como un pez que no sabía lo que es el agua.
Él se consolaba creyéndose como Beethoven, que podía componer pero no escuchaba su propia música.
Pero se equivocaba. El bibliotecario se equivocaba mucho con esa comparación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario