jueves, 29 de julio de 2021

El vitral

 Al parecer, escribí este cuento el 10 de octubre de 2004. Es un cuento curioso; creo que se basó en un sueño que tuve por aquella época, y creo que es un sueño basado en una casa que sigue en la esquina de Monte Albán y Torres Adalid, en la Colonia Narvarte de la Ciudad de México. Esa casa tiene un bellísimo vitral que se ve desde fuera. Desde la calle, se aprecia que el vitral está en una pared cilíndrica, por lo que pienso que son unas escaleras. Creo que soñé que entraba a la casa y veía el vitral desde dentro. Y luego agregué detalles, y se convirtió en este cuento.

Esta mañana pasé por esa calle, y vi la casa. Sigue teniendo su vitral. Entonces recordé que había escrito este cuento, y lo busqué en mi disco duro, para ponerlo aquí. Luego dudé si yo había escrito el cuento, o si lo había transcrito solamente. Para asegurarme, lo busqué en internet. Busqué sólo dos palabras "pingüinito" y "vitral". Google me dio cinco páginas de textos, y me puse a buscar a ver si alguno de ellos era este cuento. No estaba, por lo que estoy 98.97% seguro de que yo lo escribí. Eso sí, en la búsqueda, encontré un libro muy divertido, llamado "La maldición del hombre pingüino". Leí un capítulo y decidí comprarlo. Ahora estoy pensando en leer el capítulo que leí por pura serendipity en mi canal de youtube, para recomendar su lectura.

¿A dónde más me llevará este cuento, la próxima vez que piense en él?


*  *  *


Aunque fue una victoria moral contra El Enemigo, no me siento orgulloso de los hechos. Los cuento con la esperanza de olvidarlos. Yo simplemente iba pasando por las arboladas calles de la colonia Narvarte, admirando sus casonas viejas y descuidadas, cuando una dama de edad avanzada y mejillas sonrosadas abrió su puerta y me dijo que viera su vitral. Si yo tuviera setenta y tantos, fuera una frágil mujer con más sonrisas que carne  en los huesos y tuviera una casa tan bonita, no invitaría a pasar a un tipo de 33 años, con apariencia más que sospechosa, debido a su barbita de candado, sus pantalones sucios de una semana de trajines y su manía de hablar sólo. Me introdujo a la casa, que era muy hermosa por dentro (pisos de madera, mis favoritos) y me hizo subir por la curva escalera hasta la mitad del primer piso. Ahí, en el escalón 12, me mostró la mejor perspectiva de una ventana llena de colores, representando la última cena. Me encantó esa ventana. Di las gracias por compartirla conmigo a la dama, y casi olvidé que estaba en camisón, y que sus mejillas tenían color sólo por arte y magia del maquillaje. Me fui. Ella me dijo que volviera a admirar el vitral cuando quisiera, pero nunca más la volví a ver.

Otro día, caminando cerca del edificio de la Secretaría de Cultura y Verbigracia, encontré un pingüinito de plástico tirado en la banqueta. Normalmente no me gusta hablar con desconocidos, pero en este caso hice una excepción, pues el pingüinito tenía un sombrero navideño. Con cascabeles y toda la cosa. Le dije que viviría conmigo y compartiríamos el pan, pero él no me contestó, probablemente por ser de plástico.

Meses después, volví a pasar por la casa de la señora sonrosada, y la puerta estaba entreabierta. Le dije a mi pingüinito que le mostraría una sorpresa maravillosa, y me metí, buscando el escalón 12. Cuando llegamos, hice un gesto de explorador que descubre la ciudad perdida y el pingüinito se quedó mudo de la emoción. Creo que le gustó tanto el vitral como a mí, aunque no puedo estar seguro, porque a veces me cuesta mucho trabajo interpretar sus emociones, quizá porque es de plástico rígido, y nunca cambia su expresión de felicidad navideña. No vi a la dama del camisón (ya había dicho que nunca la vi más) pero oí una voz cascada, de hombre mayor, tosiendo en la habitación que estaba al terminar la escalera, junto al escalón 23. No quise ser confianzudo, y me fui sin decir nada. Tardé  unos segundos en dejar la puerta de la calle en el mismo ángulo en que recordaba que estaba cuando entré.

Los siguientes meses fueron maravillosos; cada vez que podíamos, el pingüinito y yo íbamos al escalón 12 a ver el vitral. La puerta a la calle siempre estaba entreabierta. Algunas veces, oíamos cómo la puerta del cuarto junto al escalón 23 estaba a punto de abrirse, o mejor dicho, oíamos que el señor de la tos arrimaba lentamente sus pies con pantuflas hacia la puerta, y hacía los muy sutiles ruidos que hace la gente mayor cuando se dirige al baño. Adquirí destreza para bajar los escalones de 4 en 4 sin hacer ruido y estar fuera de la casa en 2 segundos. No es cuestión de ser desvergonzados, ni ingresar a las ya suficientemente amplias filas de visitantes inoportunos.

Pero llegó esa última y fatídica ocasión, en que propuse al pingüinito que fuéramos una vez más a ver el vitral. Como el que calla otorga, en unos minutos estábamos entrando a nuestro santuario de paz. Tal vez fue la confianza que dan las visitas repetidas, o la felicidad enorme que me daba estar otra vez con mi pingüinito frente a nuestro vitral, pero el caso es que me puse a inventar una cancioncita sobre lo hermoso que era estar los dos juntos ahí otra vez, y la cantaba en voz alta mientras la componía. Si el señor de las pantuflas hubiera tosido cuando entramos, yo no hubiera hecho algo tan tonto. Pero él no hizo ningún ruido, hasta que mi canción alcanzó un volumen de veras alto. Entonces, dijo “¿quién anda ahí?” su voz tenía una mezcla tal de autoridad, desafío y miedo, que me clavó al escalón 12. Aunque me bastaban 2 segundos para estar de nuevo bajo el sol, sin responsabilidades sobre la espalda, no pude lograr que mis piernas se movieran. El pingüinito me miró con algo que me pareció pánico profundo, pero  es difícil asegurarlo, porque sus ojos estaban pintados sin mucho arte, por algún anónimo taiwanés. Oí con terror cómo el señor de la tos arrimaba sus pantuflas a la puerta. Empecé a imaginarlo, delgado, cubierto por una raída bata y una pijama de cuadros verdes, con su bigote a la Amado Nervo y sus manos llenas de venas grandes temblando de ira y de sorpresa, intentando alcanzarme y consignarme a las autoridades correspondientes. Pero no llegué a constatar las capacidades premonitorias de mi imaginación. Con verdadero dolor, logré poner mis piernas en funcionamiento en ese momento. Fue una carrera de tortugas, yo con mis piernas lentas por el miedo, él con sus pantuflas de hombre viejo. Gané la carrera y cuando estuve en la calle me sentí mejor. Ya no tenía miedo. No era más un intruso, y aquel hombre mayor ya no tenía poder sobre mí... excepto por que ahora que había sucedido eso, yo jamás volvería a ver mi vitral (y del pingüinito).

Aunque fue una victoria moral contra El Enemigo, no me siento orgulloso de los hechos. Los cuento con la esperanza de olvidarlos. Pero los he contado tanto ya, que si el pingüino supiera español me diría que le zumban los oídos. Y no olvido nada. Recuerdo con más fuerza esa voz que por el puro tono me hizo saber que nada es mío, que no tengo derecho a gozar las cosas de otros, que mi pingüino es un pedazo de petróleo endurecido, que el vitral ni era tan bonito.




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